Por Verónica Barreto Riveros
@vera_icon_geist
“Qué clase de hombre soy que ya no recuerdo los regalos de los dioses. Ya no recuerdo ni cómo hacer el mambe”, dice entre el sueño y el llanto Karamakate, el último hombre de una tribu que existió en el Amazonas colombiano, pero de la que solo se conoce por las memorias de dos etnobotánicos que emprendieron viajes por el río y la selva con cuarenta años de diferencia.
Con esa frase, Ciro Guerra pone a reflexionar desde el inicio del filme sobre nuestro lugar en el mundo, sobre la capacidad de asombro que hemos perdido ante las bondades de la naturaleza, el olvido de nuestras raíces y el abandono de las comunidades indígenas, un patrimonio inmaterial de la humanidad por su sabiduría ancestral del entorno, del cosmos.
El abrazo de la serpiente, una producción de Caracol Televisión, puede catalogarse como la primera gran película colombiana de consumo masivo con un importante contenido socioambiental. El director cesarense logró convertirla en un espectáculo atractivo y elegante, con un respeto fino en blanco y negro por la majestuosidad de las formas humanas y orgánicas de la espesa jungla, y una clara invitación al origen con los vibrantes colores de una exquisita alucinación ficticia en medio de una sala de cine.
Logró poner en voces de un nativo palabras cristianas, como quien comprende la condición humana de la desconfianza, para volverlas tregua cuando intentaban pedir posada al capuchino español que evangelizaba a los niños de otra tribu, y mostrar a un ingenuo científico que creía que su conocimiento era solo suyo o de su gente al querer impedir que se quedaran con su brújula: “Su sistema de orientación se basa en las estrellas. Si aprenden a leer la brújula, su sistema se caerá”. “No puedes evitar que aprendan —le advierte Karamakate—. El conocimiento es de todos”.
Sin embargo, este y otros sutiles pero contundentes diálogos permiten comprender que los dos foráneos que viven y conviven en épocas diferentes con cada uno de los integrantes de pequeñas etnias logran entender que los habitantes de la selva poseen su propio saber científico, que son capaces de curar sus males con una planta específica y que conocen el momento exacto para tomar los frutos de la tierra y satisfacer las necesidades humanas.
Ese es el legado de Ciro con su premiada obra: un encuentro de culturas y saberes con el esplendor del entorno, un viaje ambiental en medio de un río caudaloso que se traduce en el reto de conservar los recuerdos materiales para demostrar lo visto y lo vivido o de aguas calmadas pero profundas que invitan a deshacerse de las “pertenencias” para no hundirse y más bien escuchar las voces internas.