Por. Jairo Puente Bruges
Decano Facultad de Química Ambiental- Universidad Santo Tomás Bucaramanga
El pasado mes de octubre, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) advirtió que tres plantas avícolas en California generaron un brote de intoxicación con salmonella Heidelberg, que enfermó a 317 personas. El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) informó que el 42 por ciento de los enfermos fueron hospitalizados y que “algunas de las cepas de salmonella detectadas mostraban resistencia a los antibióticos... El trece por ciento de las víctimas desarrollaron una infección en la sangre, una complicación potencialmente mortal” (1,2).
No es un tema nuevo. El año pasado, investigadores de ese país informaron que cerca de “ocho millones de mujeres están amenazadas en Estados Unidos por la presencia de bacterias resistentes a antibióticos en pollos”. Son mujeres con infecciones en la vejiga ocasionadas por “superbacterias” que no responden a tratamientos con antibióticos (3).
Estos hechos afectan a los consumidores colombianos, pues a raíz del TLC suscrito con Estados Unidos, la Federación Nacional de Avicultores de Colombia (Fenavi) informó a principios de 2013 que están llegando toneladas de pollo congelado al país, hecho que “pone en peligro una de las industrias que más genera empleo en Colombia”. Para completar, según Fenavi, en el proceso de comercialización de este pollo congelado se rompe la cadena de frío, lo que favorece el desarrollo de microorganismos patógenos “como las bacterias salmonella y campylobacter” y la degradación del producto (4).
Aparte de las implicaciones asociadas al deterioro de la producción nacional derivada de los TLC suscritos en los últimos años, se registran inquietudes como las anteriores, pues no está claro si el país dispone de la infraestructura requerida para controlar la calidad de los alimentos importados que están llegando al país. El anterior es un solo ejemplo de los resultados de un modelo de desarrollo que tiende a arruinar a los productores nacionales, sin asegurar siquiera la calidad de los productos consumidos internamente (5). La ausencia de un modelo coherente de desarrollo ha generado una ola de protestas en todo el país, lo que debería ser un campanazo de alerta sobre los graves problemas que padecen los agricultores, industriales y comerciantes nacionales.
En este sentido, el presidente Santos ha reiterado en diferentes oportunidades que “ni el modelo de desarrollo ni la política comercial o industrial van a sufrir modificaciones”. Sin embargo, con frecuencia se olvida que la Ley 99 de 1993 establece que “el proceso de desarrollo económico y social del país se orientará según los principios del desarrollo sostenible contenidos en la declaración de Río de Janeiro”. Recordando que el actual “modelo” es todo lo opuesto a lo que señala la Ley 99, el Gobierno debería estudiar la posibilidad de acatar las leyes e introducir los lineamientos previstos en la Declaración de Río. Una de sus recomendaciones es “fomentar la agricultura y el desarrollo rural sostenible”.
“La agricultura sostenible armoniza los intereses de la gente, la competitividad y el cuidado del planeta”, dice Marty Matlock, profesor de Ingeniería Agrícola de la Universidad de Arkansas. Nuestro antimodelo de desarrollo no vela por los intereses de los productores nacionales y menos se preocupa por cuidar el planeta o la salud de los colombianos. Por lo mismo, no promueve la competitividad, pues la demanda mundial de alimentos de los países avanzados se orienta —cada vez más— a aquellos alimentos producidos bajo los criterios de la agricultura sostenible (6).