Jueves, 25 Abril 2024
Hace 50 años, en 1963, el hato ganadero colombiano tenía entre 12 y 16 millones de cabezas, según el censo agropecuario de entonces.

Cerca del 7 % de ese ganado pastaba en el Llano, es decir, entre 840.000 y 1.120.000 cabezas. El ganado del Llano era en un 98 % de raza criolla, San Martinera o Casanareña, Bos Taurus: reses pequeñas, de cuernos largos y delgados, sin morro, de orejas cortas, que prosperaban sin cuido en las sabanas. Esos lebrunos, araguatos, barrosos y barcinos testimoniaban el éxito adaptativo del ganado español, su resistencia, rusticidad y fertilidad. El ganado criollo asimiló el duro contraste del invierno y verano llaneros; aprovechó bajos, bancos, chaparrales y calcetas, lamedora y guaratara; resistió tábanos, tembladores, culebras, pestes, guerras y cuatreros; se agrupó en rodeos, se alzó en cimarroneras; se defendió de tigres y sogas cachilaperas a punta de cacho; se dejó amansar y ordeñar entre silbos, yugos y tonadas; caminó por todo el Llano, jalado por el grito del cabrestero, y engordó en los valles andinos. Su cuero, su sebo, su carne mantuvieron revoluciones, enriquecieron comunidades religiosas, generaron fortunas, sustentaron pueblos y ciudades. Además –para agregarle belleza a una tierra ya de por sí bonita–, tenía una voz, un bramido, un pitío —decimos en el Llano—, largo y delgado, que sonaba como un grito de joropo retador en los paraderos que enrojecía la tarde.

El ganado criollo estuvo en la primera línea de los colonizadores de los espacios abiertos del continente americano: un símbolo viviente de la conquista, de lo malo y lo bueno. En el Llano, desde el ganado se construyó una economía y se conformó una cultura ganadera de hato, fundo, vega, río, conuco, caserío y camino ganadero; la cultura de la sobriedad y el gozo; del trabajo y la copla; la utopía realizada; una cultura y una nación: el llanero de Colombia y Venezuela. La nación llanera establecida alrededor del manejo y el aprovechamiento del ganado criollo le debía a este el mejor de los homenajes. Así, la gratitud se expresó en la más humana de las formas: hoy el ganado criollo casanareño es una raza prácticamente extinta, no es siquiera el 0,03 % de las 1.800.000 cabezas de ganado que componen el hato casanareño. Pero no nos impresionemos, Dios no castiga ni con palo ni con rejo. En efecto, hoy el que enfrenta el desconocimiento, el desprecio, la absorción, la extinción es el llanero. Las mujeres y los hombres llaneros que domaron y fueron domados por su territorio son marginados de la participación en el diseño de políticas acerca de su tierra, y no son considerados en las proyecciones que ahora vienen a concentrar las esperanzas del país en la región del Orinoco. En la perspectiva de esta tierra vista desde arriba, en el Llano hay futuro para todos, menos para el llanero.

El llanero es negado persistentemente, como una constante en la historia. Codazzi decía, por allá en 1856, que había que repoblar el Llano con gentes de raza negra ante la extinción de los casanareños, lo mismo que hacen hoy las empresas palmicultoras, Humboldt decía que los llaneros no querían hacer a pie la mínima distancia y no eran buenos trabajadores, lo repiten las empresas petroleras. El llanero es hoy el único responsable del genocidio indígena o es el que acabó con el monte que —sistemáticamente y como empresa apoyada por el Estado— derribó colonos llegados de otras regiones del país. El héroe no es hoy el viejo llanero que vivió años matando plaga, desbravando un rincón de sabana, olvidado de todos, pero más del gobierno, hasta parar un hato, sino el (me resisto a decirle “nuevo llanero”) que le compra sus mejoras por nada, porque un Estado incapaz nunca se las legalizó, y revuelca la tierra frágil y siembra, respaldado por su capital, los títulos que ahora sí aparecen y los beneficios inconmensurables del establecimiento José Eustasio Rivera escribía que Casanare era un desierto, hermoso pero desierto. Hoy documentos oficiales pregonan que como en el Llano no hay selva, no hay impacto ambiental y que como no hay gente, no hay impacto social. Ellos y los que fusilaron al Negro Infante por llanero en la Bogotá de 1830, o los que niegan hoy la cultura llanera desde la academia, tienen la misma aterrada reacción de taparse los ojos ante la diferencia, ante el autorreconocimiento, ante el orgullo. No hay otra opción que la acción política, la movilización del pueblo llanero para dar fe de vida, para no ser espectador sino hacedor de su destino. Pero eso debe ser materia de otra conversa.
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