Martes, 16 Abril 2024

Texto y Fotos: Andrés Henao Álvarez

La luna y el sol trabajan a turnos para pintar el cielo de La Guajira que encanta con un influjo novelesco. La tierra árida lleva impresa una historia viva de indígenas contemporáneos que conservan intactas sus tradiciones.
 
Para algunas familias, la travesía fue de más de 12 horas caminando y a lomo de mula. Sus pieles soportaron el rayo inclemente de un sol violento que persigue en un cielo sin nubes el camino que para otros empezó desde Venezuela. Atravesaron dunas y mesetas para llegar al encuentro con la 'comadre', que reposa desde hace cinco años junto a otros parientes bajo la tierra árida del extremo norte de América del Sur: Punta Gallinas, en el departamento de La Guajira.
 
Sobre una montaña de rocas, frente al mar Caribe, está el cementerio familiar de estos wayuu, donde no hay más de 30 lápidas. Tomaron el baldío como suyo, en un espacio privilegiado, silencioso, limpio y apacible para el descanso de las almas de los seres queridos. Esta etnia es una de las pocas culturas suramericanas que aún conservan casi intacta la tradición de hacer tres llamamientos sagrados por difunto, sin importar la lejanía de los desplazamientos.
 
A su llegada instalan chinchorros bajo un techo que acondicionan como sala de espera. Los más pequeños descansan y los hombres se disponen a preparar los chivos para la cena. Otros inician la fiesta y reparten chirrinchi, el destilado artesanal de estas tierras.

Sobre sus nucas recaen 37 grados de calor que vuelven el suelo un hervor. Los huesos de la comadre ya fueron extraídos de su tumba para ser limpiados y ahora descansan envueltos en un chinchorro mientras su alma se prepara para su segundo entierro. A pleno sol de mediodía llega la hora del rito. Todos se congregan alrededor de la difunta mientras las mujeres hacen rezos en lengua wayuunaiki. Unas reviven el dolor de la pérdida y otras apenas sollozan sin lágrimas: son las plañideras cumpliendo su tarea.

En un momento que pareciera no terrenal, por encima de los cerca de 50 wayuu que asisten a la ceremonia pasa una sombra que para ellos es el alma alabada. En esta comunidad es más importante el espíritu que el cuerpo que se gasta, se quema, envejece a radiaciones, se tuesta y vive con sed.

LA VIDA EN MEDIO DE LA ESCASEZ
Los guajiros se han habituado a las condiciones de Punta Gallinas, la zona más seca del país. La falta de agua no es una novedad, como anuncian cada año los medios, y comprar mujeres e intercambiarlas por chivos y dinero aún sigue siendo la manera de conformar una familia. Así lo hizo Wilfor Arends, quien entregó 30 cabezas y 2 millones de pesos al tío de su compañera, tal como se acostumbra en estos “negocios”.
 
Él era pescador y en sus redes también caían tortugas cabezonas, un plato de otros tiempos que las llevó al peligro de la extinción. Pero como la premisa de los wayuu es conservar sus entornos y sus tradiciones, prefirió convertirse en custodio de la especie Caretta caretta.
 
Así, lleva ocho años como guardián de las playas de la Alta Guajira, donde anualmente anidan las tortugas. “De cien individuos que eclosionan solo quedan vivos unos diez”, cuenta Wilfor, que durante cuatro meses es el padre adoptivo de una camada de reptiles, a las que alimenta con pescado y les cambia el agua tres veces al día.
 
El patrullero más reconocido de la comunidad difundió el conservacionismo en la zona y hoy ya son 48 voluntarios. Afirma que los indígenas de Punta Gallinas siempre fueron “tortugueros”; sin embargo, los tiempos son distintos y ahora trabajan movidos por un proyecto pactado entre la comunidad que reside en los sectores de Bahía Honda y el Cerrejón para proteger y monitorear a la población de tortugas marinas. Ya se han liberado más de 500 individuos y Wilfor ha presenciado cada despedida.
 
Los nativos han aprendido a conocer y conservar las especies y han asumido nuevos hábitos. Ya no se ofrecen especies en vía de extinción a los turistas y aunque la pesca es responsable abastece una amplia carta, una verdadera ganga. Por 20 mil pesos, una exuberante langosta o un crocante pargo rojo desbordan el plato.
 
 
 

 

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Editorial

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