Escrito por Germán Camargo
En algún pasaje de una novela que olvidó, un sacerdote le explica a otro, más ingenuo, su método para recuperar la fe y las finanzas en las parroquias que le encomiendan, dejándolas luego henchidas de fervor y denarios y reemplazadas capillitas miserables por lustrosas catedrales. Es menester, le explica, hacer que alguien encuentre una virgen. Basta una mancha confusa en una piedra o una pintura modesta en alguna gruta. El resto rueda solo con la fuerza de lo que las buenas gentes anhelan creer. Empiezan de súbito a menudear los milagros. Se publican fotos de especies raras de Chingaza aunque la reserva esté en Suba. La reserva se llena de humedales y bosques fotografiados en las áreas protegidas vecinas. Los charcos del último aguacero se convierten en aguas subterráneas. Las mariposas de los Cerros se “adaptan” al humedal. Los hechos más comunes se convierten en sobrenaturales: las zarigüeyas merodeadoras seculares de las fincas y suburbios aparecen sublimadas en megafauna del antropoceno. Se ven señales en el cielo; las aves migratorias que bendicen los antejardines cachacos desde los tiempos del ruido de repente aparecen todas congregadas en el lugar del prodigio. Se promueven linchamientos en las redes sociales contra cualquier contradictor. Y se construyen famas instantáneas a lomos de la grey sedienta de pastor. Los teólogos cautos acostumbran no perturbar estos auges de la fe popular. Autoridades científicas prudentemente callan o se aprontan a beatificar lo que les traigan. Con el tiempo puede ser que un paraje anodino se convierta en lugar de peregrinación. Con los caudalosos diezmos de los fieles se construirán los santuarios allí donde se los imaginaron. Y algún papa de paso se arrodillará a besar sus gradas; como toca. Entonces se habrá consumado el milagro. Quién lo niega.
¿Es este el papel de la ciencia? Muchos amigos opinan en privado que no es un tema de rigor científico sino del valor que tiene la reserva para aglutinar a ciudadanos antes indiferentes, en torno a una “causa”. Unas cuantas mentiras piadosas son válidas y hasta encomiables si sirven a movilizar la ciudadanía en pro de la conservación.
Es posible. Por el momento esta virgen de artificio ya le ha devuelto la vista a muchos respecto a la riqueza natural que existe aún en la Sabana. Entre tanto, pocos piensan en cuánto le puede costar a Bogotá este milagro y lo que servirían estos recursos para recuperar los humedales o devolverle los Cerros Orientales a la ciudadanía. A pocos preocupa que se siente otro antecedente de manipulación ideológica de la ecología y se haga demagogia a costa de la sensibilidad desinformada de la mayoría.
O que se promueva la división irreconciliable entre ciudad o Naturaleza. Que, al final, es lo que está en juego. El conservacionismo se aproxima peligrosamente a la defensa del vacío o la ilusión de la ausencia. En muchas partes en Colombia se impulsa la compra de predios y el desplazamiento de comunidades en pro de una idea de conservación que excluye lo humano. Varios municipios colombianos reinventan entusiastas los cinturones verdes contra el crecimiento urbano, que son un fracaso documentado en los libros de texto del urbanismo desde el Siglo XVIII.
Las ciudades son cada vez más parte del planeta y la Naturaleza debe ser, cada vez más, parte de ellas. Las ciudades necesitan bosques y no solo parques; áreas naturales en los bordes y en medio de la ciudad, cuya forma y tamaño inviten a disfrutar del contacto y el conocimiento de la Naturaleza sin temor. Porque no hay conexión ecológica más importante que la que se construye en la infancia con el bosque y el agua. Sería bello que a pocas cuadras de casa hubiera un bosque y una quebrada. Y sería más bello, aun, que esto lo pudiéramos decir todos y no unos pocos privilegiados. Se puede. Depende de la forma y el tamaño que se dé a cada área natural dentro de la ciudad.
Pensar con claridad e independencia deja siempre en poca compañía y caminos escarpados; cuando no termina exponiéndolo a uno al furor de los nuevos conversos. Pero el día que el ambientalismo sea oficialmente una religión, será una más de las muchas que tengo el gusto de no practicar. Sobre todo si es otra más que viene a separar al hombre de la Naturaleza.